jueves, 12 de abril de 2012

La parrilla de la escritura – 1. el escritor zen

– Doscientos cincuenta – dijo el maestro.

– Ya – dijeron los iniciados y se acomodaron alrededor del ambiente en disímiles sillas y sillones.

Señala un proverbio hindú que si ves a tu maestro cruzarse en tu camino, elimínalo, porque ya no busca enseñarte sino enriquecerse: material, egoíca, groupie, energética o whatevermente. El camino, al final, siempre es de a uno.

Daniel Cassany escribió un libro: La cocina de la escritura. Oswaldo Reynoso se le adelantó dos décadas a Thays en poner en aprietos al ají de gallina, al menos en atentar contra ese santosantorum nacional que es la cocina peruana.

Oscar, mi entrenador del gimnasio, me responde ante la pregunta que le hago sobre mi alimentación que a que hora me acuesto. Tarde le digo, soy escritor. Ah pues, seguro te amaneces entre cigarrillos y café.



1. El escritor zen

Hay un afán compulsivo por meter en el mismo saco los más escabrosos vicios y la literatura. Como lo hago yo, un poco, al asociar mi sueño postergado, que no es insomnio, al teje y maneje de las palabras.

Mal.

Pero peor aún son esos convencionalismos que aburren. A ver, gente que escriba mostro abunda. Esa virtud se asemeja al de poseer una buena voz y al que detenta habilidad para el dibujo. Pero manosearlo hasta el paroxismo por un mero capricho narcicista, hmmm; y en cuanto formato exista, hmmm; hoy por hoy cualquiera es escritor; y maldito.

Son egos regodeándose en su afición. Tirándose de los pelos sobre un pozo enlodado que no sirve para nada. Que por ahí ya pasaron Rimbaud, y Verlaine, y Baudalaire y Bukowsky y Vallejo también. Ninguno de ellos haría hoy elogio de la desfachatez autopublicándose en un pizarrón de moda. Hacerlo además sería como correrle el maquillaje al payaso.

Siempre he creído que no todos estamos hechos para ser profesionales. Ni artistas. Hay mil oficios rentables que no son menos dignos por no andar de moda. Estamos en los tiempos de la multiplicación de los héroes. Todos queremos ser estrellas. Y si no nos pagan al menos lo seremos del facebook, del twitter, de nuestras mamis, novias, colleras o del perro.

Hay escritores que son mejores conferencistas que creadores. Que son diestros profesores y habilidosos en el ensayo pero carecen de armas – o de entrañas – para llegar al otro lado. Hay mejores críticos que cineastas, mejores espectadores que directores, mejores aguateros que pugilistas.

Hablar escatológicamente es más fácil que hablar bonito, ser simplón – light – escuálido más que complejo, elaborado, rico. Ser rebelde y asumir poses es en apariencia más gratificante que no serlo. El artista es transgresor, dirían los malditos. El artista también sabe que los modales importan para poder entrar al salón que hay que desbaratar.

Construir un universo de ficción no es únicamente manejar la gramática y dominar el balón del fraseo, es poseer un estilo lo suficientemente poderoso que no permita la impavidez en el lector. Que con su despliegue de recursos y su historia urgente no deje a nadie sin conmoción. No solo por la belleza de sus palabras, ni el ritmo de su prosa sino por la centelleante luz que acompañará a quien lo lea toda su vida.

La vez pasada bajo un cielo azul que nunca es brillante le pregunté a una amiga que acaba de dar a luz por sus razones para traer un niño a este mundo. Su esposo luego me diría que no es adecuado preguntarle eso a una madre en periodo de lactancia.

Igual ella me respondió que no sabe pues, que supone que para realizarse como mujer, que qué clase de pregunta es esa, y después me mandó al cacho.

Decir que alguien trae al mundo a un niño para realizarse como mujer me parece, francamente, un cliché sin pies ni cabeza. Eso solo podría tener sentido como consigna eclesiástica urbi et orbi con miras a aumentar la población, llenar los corrales y las alforjas.

Después de meditar concienzudamente al respecto y sin mayores visos de hallar una respuesta que me satisfaga, finalmente encontré una, una sola, única y exclusiva razón que me convenció de hacerlo, o sea de traer a un nuevo ser a este mundo: que su llegada sirva para impactar positivamente en su entorno, que ayude al planeta a evolucionar, que ponga su granito de arena en la comprensión del sentido de las cosas. Que le dé aliento, que sople un hálito de esperanza en los corazones de los que ya no la tienen.

No que sea mío de mi propiedad, ni mi continuidad genética, ni mi heredero legítimo, ni mi realización personal, ni la sangre de mi sangre, ni mi compañía incondicional, ni mi fuente de ingresos, ni mi soporte en la vejez, ni ninguno de esos lugares comunes que terminarán deprimiéndolo. No. Nada de eso.

Que sea del mundo, y que le sirva.

Lo mismo pienso de la literatura. Engendrar una novela, publicarla, para realizarse personalmente o por un acto de vanidad es un disparate. Traerla por dinero o por reconocimiento o por oportunismo o por catarsis lo mismo da, no sirve.

Esa labor implica un proceso de gestación heroico, riguroso, introspectivo y demencial, y si no hay nada nuevo, bueno, honesto y nutritivo que transmitir, entonces ¿para qué enfrascarse en esa batalla interminable que es escribir?, ¿para que romperse los sesos desentrañando el nudo gordiano? ¿para qué empujar con inexplicable ahínco la enorme roca de Sísifo hacia la cumbre insondable?

¿Para qué perder el tiempo?

Si afuera hay mil razones para no hacerlo.

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